Rossana Zaera. El convite
Rosalía Torrent, 2010. Universitat Jaume I
Catálogo de la exposiciónRossana Zaera. El convite
“¿Puede la muerte ser amable? ¿Puede presentarse ante nosotros con delicados gestos o metáforas? ¿Puede el arte imaginarla con ecos serenos y nostálgicos? ¿Podemos lanzarle discretos exorcismos desde la tibia imagen de una cama o parihuela, del signo de la cruz sobre una tumba, del sudario que un día tal vez nos pertenezca?
Todas estas preguntas se asoman ante la pintura de Rossana Zaera, una artista que no conoce el arte si en él no se auto-expresa, que nos ofrece en cada una de sus obras una lección de angustia dominada. Unas líneas candorosas tan solo en apariencia recortan lápidas negras o rojizas, envuelven amarillentos cuerpos que se afinan en los pies, nos devuelven con su gesto voluntariamente infantil la más desazonadora de las sensaciones. O bien esas líneas, insistimos, candorosas tan solo en apariencia, nos llevan a lechos de hospitales, o se retuercen en negras madejas de poderosas texturas.
Rossana responde con su pintura a preguntas que no tienen respuesta, a lo absurdo de una vida que transita hacia un final, y que a veces, como para recordárnoslo, se detiene y regodea en la enfermedad, concediéndonos eternas horas de hospitales, procurándonos enigmáticos cachivaches a modo de radiografías o ingenios ecográficos que la artista recrea para intentar, quizá, llevarles al terreno que ella conoce, el del arte, el que le permite reconstruir y reorganizar a su modo una realidad distinta. Recordaba Jarauta, hablando de Rossana Zaera, a Susan Sontag, autora del magnífico texto La enfermedad y sus metáforas. La escritora norteamericana situaba dos ciudadanías: una, la de los sanos, viviría ajena a una segunda, la de los enfermos, a la que sin embargo la propia vida le conducirá alguna vez. Como para no olvidarlo nuestra artista, ciudadana consciente de ambos lados de la frontera, suma su mundo pequeño, sensible y fuerte, a los latidos de los dos tiempos.
También El convite, la obra cuyo montaje íntegro nos ofrece Rossana por primera vez, es, a pesar de la apariencia festiva de su nombre, un adentrarse en la presencia furtiva de la muerte. Pero también, y sobre todo, en el recuerdo alegre de esos cumpleaños y comidas de domingo pasados en casa de su abuela, la persona que guía los pasos de cuanto aquí se dice, la persona cuyo recuerdo vibra en el sosegado y exquisito tormento de Rossana. El convite recuerda esas imágenes que acompañaron a la artista de pequeña y vuelve a ser un homenaje a su abuela Paquita Capella, esa abuela cuya mano Rossana prolongó con la suya tantas veces −y una muy especialmente−.
Se trata de una instalación cuyo epicentro se sitúa en tres fanales para dulces, que encerrarán pequeñas momias de escayola, cuya réplica en pasta de repostería, podrán comer los asistentes a la exposición, en un gesto que de nuevo nos devuelve a la vida a través de un evidente juego antropofágico: comerse a los muertos para mantener la vida, la propia y también la de los mismos que nos dejan. Tiene mucho de ritual mágico la acción que se nos propone. Al mismo tiempo que podemos ver, estáticas bajo sus fanales, las representaciones momificadas de las personas muertas, nos las comemos, quizá mirando fijamente su otra representación bajo la urna.
El Convite, nos dice Rossana, “pretende recrear los velatorios de otro tiempo en una acción compartida a través de su transformación”. Partiendo de los fanales, licorera, vasitos y cubiertos que pertenecieron a su abuela, ligados en su memoria, como decíamos, a momentos felices, rinde homenaje a esos seres queridos que un día comieron y bebieron en su mesa. La vida pasa y algunos (siempre son demasiados), dejaron de acudir a estos y otros días de domingo. De todos ellos se quiere despedir Rossana, quien, con esta instalación, evoca el rito del pésame para decir adiós a todos ellos de una sola vez. El convite, sigue diciendo su autora “es una celebración de la vida con motivo de la muerte”. En la Nit de l’Art buscaría festejar la vida y el amor compartiendo con todos nosotros algo que nos es común: el pesar de la muerte de los seres queridos.
Por otra parte, la pieza principal de esta instalación, tiene la virtud de convocarnos al rito a través de unos objetos que pierden su condición anónima porque en su historia dejaron el rastro de la vida. Siempre me ha intrigado lo que nos dicen los objetos antiguos, la sabiduría del anticuario. Estas piezas, que como dijimos pertenecieron, excepto uno de los fanales, a la abuela de Rossana, están unidas a la memoria de la artista, que las rescata para adherirlas a sus pinturas, enlazadas con la escena principal a través de momias y tumbas, sutiles expresiones de fragilidad de las que ya habláramos al principio y que completan con su presencia quizá la única respuesta que podamos darle a la muerte: la vida.”